Grandes lecciones en frascos pequeños
Uno de los maestros de música que he tenido, contó que, en algún momento de su vida, tuvo una experiencia reveladora (todos tenemos alguna, claro). No puedo recordar la historia a la perfección, pero creo poder transmitir su esencia.
Había asistido, muy joven él, a uno de esos insoportables (según sus palabras) conciertos de música contemporánea en los que no pasa nada. Pudo haber sido John Cage y su 4´33”, o algo por el estilo, no importa. Cuenta que sintió habían hecho perder el tiempo, y dado que el tiempo es una de las cosas más valiosas que tenemos, desde entonces hizo un juramento mediante el cual se comprometía a nunca componer una obra en la que se burlara del público, nunca abusaría del tiempo de quienes se interesan por su música.
Está muy bien. Este profesor compone música que podría ser denominada “neo romántica”, heredera de Johannes Brahms, por ejemplo.
Desde mi punto de vista, me parece que John Cage le ha dado a la música académica muchas grandes obras y, entre otras cosas, una frescura que la música de concierto fue perdiendo (o que quizás nunca tuvo). En mi caso, no me pregunto si 4´33” es, o no es, música, sólo me maravillo con esa partitura en blanco y todo lo que se ha discutido a partir de ella.
Hago aquí una pequeña digresión, espero me disculpen: hace unos meses estuve haciendo capacitaciones a docentes de música de escuelas secundarias orientadas al arte. Les mostraba algunos recursos tecnológicos para que compartieran con sus alumnos, y les sugería cómo encuadrarlas dentro del ámbito de la música académica. Una de las cosas que me parece más interesante es poder conformar orquestas en las que participen muchas personas, y los recursos tecnológicos abren muchas posibilidades. La cuestión es que, obviamente, John Cage es uno de mis grandes cómplices en esta tarea. En un momento de una de las capacitaciones, un profesor que estaba casi recostado sobre un pupitre (su lenguaje corporal decía “todo lo que estás diciendo es una estupidez”) levantó la mano, se incorporó, y me dijo que John Cage no hacía música y que su difusión sólo era posible gracias al imperialismo.
Hay dos temas de los que huyo: el económico y el político. No es que no existan, pero cuando hablo de música, no me parecen los más relevantes. ¿La gente paga una entrada para “escuchar” 4´33”? me preguntan cada vez que hablo de la obra. Y sí, obvio. O no, la paga un gobierno, o una entidad. O tal vez los músicos van gratis. Tal vez no son músicos, es gente disfrazada con instrumentos de cartón. Nada de eso es relevante. La obra está ahí y las cuestiones que plantea no se responden recurriendo al imperialismo.
Volviendo a los músicos despóticos que obligan a sus oyentes a sentarse escuchar nada, ¿qué me pasa a mí? Lo primero que me surge es agradecimiento y asombro. Me asombra que a alguien le pueda interesar algo que yo pueda decir o componer, e inmediatamente lo agradezco. Habiendo tantas opciones, si no es accidental, es casi milagroso.
Entonces recuerdo un taller que tuve en el colegio secundario, cuando tenía 14 o 15 años. No recuerdo casi nada, ni cómo se llamaba el taller, ni el nombre de la profesora que era muy joven, de unos 20 años y que estaría haciendo sus primeros pasos en alguna carrera artística o de diseño gráfico. Recuerdo una tarde de invierno en un aula bastante oscura, nos mostraba a los alumnos, ejemplos de publicidades en medios gráficos. Recuerdo una revista y una página impar en blanco, y luego la siguiente página impar en blanco. La siguiente página impar tenía un logo muy pequeño del producto y, tal vez, una frase diminuta.
Alguien preguntó ¿esa empresa pagó una fortuna por tres páginas en blanco?
Recuerdo que la profesora nos explicó que esas páginas en blanco eran la mejor manera de transmitir el mensaje que la empresa quería dar. Tenían el dinero y lo usaron de la mejor manera posible. Las páginas en blanco daban más impacto que tres páginas llenas de cosas.
Mi obra es el fruto de muchos años de elaboraciones desordenadas. Tengo mucho respeto por quien elige escucharme o leerme. Doy lo mejor que tengo. Pero si necesito una página en blanco, un silencio, o me extiendo más de lo que necesito, hay una razón. No me estoy burlando. Confío que quién está ahí, confía, y va a poder aprovechar mi propuesta. Lo peor que uno puede hacer es establecer dogmas creativos. Es más, un dogma creativo es un oxímoron, una contradicción.
Tenemos el tiempo. Usémoslo de la mejor manera que podamos.